25/09/2015

"No hay que tenerle miedo a la tecnología, sí a quienes la usan"

Guillermo March, premio Agrovoz 2015. Para el especialista, el uso de plaguicidas exige educación, regulación y control. Plantea un debate desde el conocimiento, para analizar las nuevas tecnologías. Por su aporte, fue distinguido con el Premio Agrovoz 2015. AGROVOZ

Alejandro Rollán
Su trayectoria de casi 20 años como profesional en el Inta y de más de 30 años como docente en la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Universidad Nacional de Río Cuarto estuvo marcada por la investigación aplicada. Como epidemiólogo formó parte del equipo de investigación que a comienzos de la década de 1980 comenzó a controlar al Mal de Río Cuarto, y como profesor formó a profesionales de la agronomía en las buenas prácticas agrícolas.

Hoy, ya alejado de la investigación y de las aulas, se ha convertido en referente de consulta para analizar el impacto ambiental de los plaguicidas. Su aporte a la agricultura le valió el Premio Agrovoz 2015 al agro cordobés.

Camino

En diálogo con La Voz del Campo , March sostiene que el debate desde el conocimiento debe ser el camino para analizar las nuevas tecnologías en el agro y que el uso de plaguicidas exige educación, regulación y control para mitigar su impacto.

–¿Cuál es su visión respecto de la adopción de las buenas prácticas agrícolas en el país?

–Todo depende del tiempo y de los compromisos que asuma cada sector involucrado. Si se va más allá del discurso y hay compromiso, se avanza, pero sin compromiso no hay resultados. La gente que trabaja con visión sistémica no tiene necesidad de andar repitiendo la palabra sustentable, porque sabe que lo que hace repercute favorablemente en algún lado. No hay tecnología de impacto cero. El principal invento que tuvo la humanidad fue la rueda y a algunos se les ocurrió ponerle cuchillas para matar a los soldados de infantería en las guerras. Pero hoy a nadie que sube a un auto se le ocurre pensar que lo aborda ‘un mata gente’. Cuando se usa un plaguicida ocurre lo mismo. Nadie lo usa para matar. No hay que tenerle miedo a la tecnología, sí a quienes las usan. Ahí está el problema. En los apuros por obtener resultados rápidos se cometen errores.

Malezas

–¿Por qué se llegó a la situación de que las malezas se convirtieran en resistentes?

–Como ocurre con todas las tecnologías, cuando salen creemos que son milagrosas. Un malezólogo amigo me decía que ojalá ‘la bala de plata’ para combatir las malezas nunca aparezca, para que nos siga obligando a pensar que cada ambiente y cada maleza son diferentes. Todo hace a la problemática. Si llegara a aparecer esa ‘bala de plata’ no habría que usarla, como en su momento se usó el DDT o luego el glifosato, o algunos insecticidas. No hay soluciones mágicas. A los argentinos nos gustan las soluciones rápidas porque no queremos aprender. Son pocos los que se sientan frente a un microscopio y están dispuestos a contar y evaluar y relacionar con lo que pasa en el campo. El proyecto sobre el Mal de Río Cuarto duró 13 años, de los cuales nueve se invirtieron en la búsqueda de datos, y los otros cuatro en convalidarlos. Pero en investigación es difícil que apoyen proyectos por más de tres años. Nosotros en el Inta y en el Instituto de Fitopatología y Fisiología Vegetal (Iffive) trabajamos de manera mancomunada para ello. Que no aparezca un herbicida ‘milagroso’ nos va a seguir obligando a pensar. Por suerte los malezólogos volvieron a ser importantes.

Cambios ambientales

–¿Existen posibilidades de que aparezcan nuevas enfermedades?

–Van a surgir enfermedades nuevas, por el cambio climático. Recuerdo que hace 15 años no se veía a los limoneros afectados con ataques del minador de la hoja, un insecto que hace galerías dentro de la epidermis de la hoja y que se encontraba en Salta. Pero a media que fue aumentando la temperatura fue bajando. Lo mismo sucedió con la mosca blanca, un insecto de zonas tropicales que se multiplica en forma muy significativa. Cuando trabajé en Brasil, una de las principales preocupaciones en los cultivos hortícolas era la mosca blanca. Hoy tenemos mosca blanca en cultivos de soja en el país. Aprendí del trabajo en equipo que el desenvolvimiento de los insectos se potencia con las temperaturas. Eso permite determinar cuál es la temperatura para que produzcan una eclosión. Es por ello que tiene mucho que ver el conocimiento básico. Hoy nos hemos quedado sin gente que haga ese conocimiento.

–Hablando de conocimiento, ¿cómo ve la disociación entre la sociedad urbana y los productores respecto de las nuevas tecnologías agrícolas?

–Sucede que las primeras tecnologías genéticamente modificadas para el agro surgieron para beneficio del productor, al usar menos herbicidas o insecticidas. Pero ahora están saliendo productos que van a beneficiar a los consumidores. Voy a querer ver si se va a protestar cuando se lance el trigo que beneficie a celíacos o diabéticos.
La berenjena, una de las principales fuentes de consumo el Bangladesh, es genéticamente modificada. Estados Unidos acaba de registrar seis variedades de papa genéticamente modificadas para la elaboración de papas fritas. Se trata de una papa que tiene un mayor costo, pero que el consumidor valoró por tratarse de un producto que no genera la toxina potencialmente cancerígena cuando su temperatura supera los 120ºC.

Hay también muchos cultivos transgénicos que se utilizan para fabricar antibióticos. Hay una falta de comunicación muy grande.

–¿Qué modelo se podría aplicar para reducir el impacto de los plaguicidas?

–De los plaguicidas se conoce la intoxicación aguda y subaguda, pero su impacto en el tiempo es difícil de conocer. Lo que es crónico sobre la salud, el ambiente, la fauna y la flora solo se ve en el tiempo. Entonces, a través de modelos se pueden identificar sus efectos.

En 1992 se creó un modelo en Estados Unidos, que la FAO lo toma para sí, lo aplica y lo enseña como complemento del manejo integrado de buenas prácticas agrícolas en 75 países en desarrollo.

Canadá introdujo ese modelo por sí misma. Un partido político liberal lo propuso en la campaña previa a las elecciones de 2002 como estrategia para reducir el impacto de los plaguicidas en la provincia de Ontario, la más poderosa del país.

Sus precursores ganaron la elección y han logrado con el modelo reducir el impacto de los plaguicidas. El objetivo era una reducción del 50 por ciento que, si bien aún no se llegó, en algunos años se estuvo muy cerca de lograr. Las tres premisas del proyecto eran asignar fondos para educar a 40 mil productores, contratar especialistas para capacitar en buenas prácticas agrícolas, como está haciendo ahora el Colegio de Ingenieros Agrónomos de Córdoba, y que los investigadores de las universidades recibieran incentivos para desarrollar tecnologías de menor impacto.

Luego de más de 10 años de su implementación, el modelo sigue vigente y el partido no se fue más de la administración de la provincia canadiense.

Todos los plaguicidas registrados hace 10 años tienen menos impacto que los registrados hace 40 años, que ahora no pasarían las exigencias toxicológicas actuales. Pero sin embargo se usan. Eso es un error que se debe corregir. Algunos países lo han hecho. Somos capaces de reemplazarlos y hay alternativas.

–¿Este modelo se podría aplicar en Argentina?

–Sí, pero puede ser otro. El modelo permite diferenciar entre trabajadores rurales que aplican el producto, aquellos que entran al lote para monitorear, y los trabajadores que ingresan a cosechar cultivos intensivos que han sido tratados varias veces. En este sistema se pueden separar también los productos: en herbicidas, insecticidas y fungicidas.

Por ejemplo, en el cultivo del maní se incrementó el uso de herbicidas, que son de bajo impacto, por el barbecho químico; pero se redujo el uso de energía y se castiga menos al suelo, que a mi juicio es más importante. También disminuyó el impacto de los fungicidas, a pesar de que se hacen más tratamientos, porque son de menor impacto.

Hay tres puntos básicos que son educación, regulación y control y el que saque los pies del plato debe pagar las consecuencias. Hoy estamos capacitando desde el Colegio de Ingenieros Agrónomos, la regulación la aporta la ley provincial, y el control debe ser del Estado.

Muchos buscan la residualidad del glifosato en el agua y no la van a encontrar, porque nunca se alcanzaron los límites establecidos. Y tampoco los van a encontrar.

Son los sedimentos los que traen el glifosato, pero eso se resuelve con decantar el agua para eliminar los plaguicidas. Y para eso hace falta el conocimiento, y las ideologías suelen tapar al conocimiento.



Perfil
Nombre. Guillermo March.

Profesión. Ingeniero agrónomo, epidemiólogo.

Trayectoria. Se recibió en 1973 en el Instituto de Ciencias Agronómica de la Universidad Nacional de Córdoba (actualmente Facultad de Ciencias Agropecuarias). Trabajó como profesional en Brasil; fue profesor de la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Universidad Nacional de Río Cuarto, desde 1981 hasta el mes pasado. Trabajó como investigador en el Inta y en el Instituto de Fitopatología y Fisiología Vegetal (Iffive) entre 1991 y diciembre de 2011.